Capítulo 1: El que espera desespera.
Haroldo nos llevó al Tigre. A la tardecita
temprano nos congregamos en la estación de tren. Guille fue la primera en
llegar y a continuación caímos Ana, Nacho, Pol, Fer y quien escribe. Timo, en
cambio, recién se estaba subiendo al Mitre en Retiro. Es que el tiempo no
existe en el río, se fusiona con uno. Lo que se observa es el cambio del
paisaje con las distintas estaciones. Esta concepción del tiempo, fue tomada a
rajatabla por Timo.
Las mujeres del grupo, Ana y
Guille, aprovecharon la espera para ir a averiguar si estaba abierta la casa
de Haroldo. El río había subido por el viento sudeste y no era seguro que pudiésemos visitarla.
Los muchachos aguardamos en la
estación unos 40 minutos comiendo bizcochos de grasa hasta que caímos en la
cuenta que las chicas no habían regresado. Las dimos por perdidas y salimos a
buscarlas por Tigre continental. A esa altura, Timo andaba por San Isidro.
Preguntamos en Información
Turística , anduvimos dando vueltas por la sucursal del Imperialismo Mc Dollar,
nos asomamos al muelle y finalmente decidimos regresar a la estación. Ellas
estaban allí esperándonos con toda la información para viajar a lo de Haroldo.
Timo llegaría 15 minutos después.
Con paso veloz nos dirigimos al
muelle y subimos a una lancha taxi, la casa museo cerraba en 45 minutos.
Arrancó el motor, nos aflojamos, vino alguna náusea pasajera y respiramos
hondo. Ya estábamos en el río. Ya estábamos metidos en Sudeste.
Capítulo 2: La casa de Haroldo.
No era muy lejos. Tardamos sólo
15 minutos en lancha. Ese tiempo bastó para introducirnos de lleno en ese mundo
de agua, sauces, juncos y humedad. El mundo de los pescadores.
Al llegar bajamos Nacho y quien
escribe a averiguar si existía la posibilidad de dar una vuelta por la que otrora fue casa y ahora museo, de Haroldo Conti. Nos recibió Mari Carmen, una mujer de
unos 55 años, quien no sólo nos permitió entrar, sino también se ofreció a
contarnos historias sobre Haroldo persona, porque a ella la literatura no le
interesaba demasiado.
En aquella época, Mari Carmen, sus padres y su
hermana vivían en la casa de al lado. Nos relató anécdotas de Haroldo
levantándose del almuerzo de repente y yendo a la cocina a escribir, en un
rapto de inspiración. Nos mostró la mesa donde escribía en la cocina, la cocina
propiamente dicha viejísima y sus dos pavas. Aparentemente se la pasaba tomando
mate.
Después subimos la escalera.
Allí se percibe todo, el crujir de la madera, el cantar de los pájaros, el
motor de una chata a lo lejos, tal cual se describe en Sudeste.
Arriba hay dos ambientes. El
primero con un gran hogar, construido por el abuelo de Mari Carmen. En ese
cuarto ocurrían las guitarreadas que se prolongaban hasta altas horas de la
noche.
El segundo ambiente es el cuarto
de Haroldo, simple y austero. Dos camas de una plaza, una en cada costado, una
biblioteca, una televisión de aquella época, blanco y negro, que todavía
funciona y donde se podía ver un partido de fútbol actual.
Terminamos la recorrida en el
balcón que da al río y a un camino de madera que conduce al muelle. Mari Carmen
continuaba contándonos historias: “a Haroldo le gustaba comer comida casera,
por eso criaban cerdos allí”; “tenía la salud frágil, siempre estaba mal de la
panza”; “él me llevó de viaje a la Paloma y regresé toda rota, con un dedo
fracturado y la rodilla machucada”; “era bastante mujeriego”; “era un ser extraordinario,
lo quería mucho”.
La temperatura había bajado y
cerca del río, donde estábamos esperando la lancha de vuelta, se sentía más.
Pero nosotros, los 7 que estábamos allí, los 7 locos, que somos de la ciudad,
del cemento y el smog, queríamos sentir un ratito más ese otro mundo. El oleaje
que hipnotiza , las hojas y ramas de los árboles desplazadas por el viento, las aves que hablan
en lo alto y el río bravo que transcurre como la vida.
Capítulo 3: Sudeste.
Cuatro cafés con leche, un café
con crema, 2 tecitos y 4 tostados mixtos. Agregále una coca y un vasito de soda
cortesía para cada uno. Gracias. Ya estábamos calentitos en un bar a pocos
metros de la estación de tren, listos para pensar juntos Sudeste, la primera
novela de Haroldo, que data del año 1962.
El río es como la vida y tal vez
por esa razón Sudeste empieza y termina con una muerte. Esto se entiende, si
asumimos que la muerte forma parte de la vida y que la vida no existiría de no
ser por la muerte, los famosos opuestos de Heráclito.
Inicia con la muerte del viejo.
El viejo se pasó la vida trabajando en la pesca. Siempre la misma rutina,
despertarse de madrugada, antes que salga el sol, vestirse, comer un pedazo de
pan con mate y salir al río. Un día decide sentarse a esperar la muerte.
En este punto surge la
discusión, al viejo la muerte no lo sorprende, sino que él toma una decisión: “voy
a sentarme a esperarla”. Algo debe haber sentido en el cuerpo, una señal que le hizo entender, que ya era el momento.
El Boga, la vieja y el viejo
Bastos no se conmueven demasiado frente a la actitud del viejo, y en un principio no le creen. El viejo
permanece sentado, progresa el deterioro físico y un día deben trasladarlo al
hospital. Muere y se lo entierra sin demasiado rito. Para ellos la muerte es un
trámite, porque se toma como natural.
Comienza argumentando Ana, con
la conocida pasión puesta en cada palabra: “Uno es un ser para la muerte”,
citando a Heidegger. Continúa: “la única certeza que tenemos es la muerte. El
capitalismo nos ha quitado un montón de cosas, entre ellas, la oportunidad de
elegir cuándo morir”.
La muerte con la que finaliza la
novela es la del protagonista, el Boga, nombre de pez para este hombre del río.
Es una muerte trágica, a la altura de una tragedia griega, pero él logra morir, luego de un esfuerzo sobrehumano,
en el lugar donde deseaba, sobre el “Aleluya”, un barco también fallecido y
abandonado en ese río.
Acto seguido, se abordó el
tópico de la soledad. Nacho irrumpió
en el atardecer: “El Boga buscaba la soledad pero también le temía”. Citamos un
fragmento del libro que relata el momento en que el Boga intenta abandonar al
Cabecita y su perro Capi, su única compañía. Y la desesperación de estos dos
últimos, que se arrojan al río e intentan alcanzarlo, corriendo el riesgo de
ahogarse. Nacho además interpretó que el Cabecita y su perro eran amigos
imaginarios del Boga, por este miedo a estar sólo.
Se habló de los personajes de la
novela: el Boga, el viejo y la vieja, el hombre, La Rubia, el Cabecita, el
viejo Bastos, como parte de un “lumpenaje” descripto por el autor, que habita
las islas y el río. Discutimos el concepto de “lumpen” según Marx, que son los
marginados, los que viven de la caridad o el robo, los que no tienen conciencia
de clase y pueden terminar sirviendo a los intereses de la burguesía, los que
no son capaces de llevar a cabo la revolución.
“Estos personajes viven en una
marginalidad extrema. Viven el día a día”, nos dice Guille. Ya en 1962, año en
que fue escrita Sudeste, se nota la preocupación de Haroldo Conti por estos
temas, el cuestionamiento acerca de las condiciones de vida de la población y
el estado de las cosas. Un cuestionar para el cambio, por una sociedad más
justa.
“En estos personajes hay poca
palabra y mucho compromiso” agrega Guille. “Gente de pocas palabras pero de
palabra”, remata nuestra compañera.
Da la impresión que el Boga, el viejo y la
vieja no tienen sentimientos. La entrañable Ana María aclara la cuestión: “Existe
una diferencia entre sentimientos y sensaciones. Las sensaciones dependen de
los sentidos, en el sentimiento ya existe elaboración, pensamiento. Estos
personajes son pura sensación y naturaleza”.
La charla amena flota como los
botes y deriva en el tema del destino. Hay
una aceptación del destino por parte del Boga. Se deja llevar, no tiene un
rumbo fijo. En ese sentido es como el río. Pero el destino le juega una mala
pasada y lo junta con el hombre y La Rubia. Y casi involuntariamente, comienza
a formar parte de una bandita de vagos y malhechores.
Los platos estaban vacíos, los
tostados se habían deglutido ansiosamente y a esa altura quedaba el fondito del
café tibio, pero restaba muchísimo hilo de Sudeste por cortar. ¿Quién narra
Sudeste? La pregunta surgió porque en ocasiones no se entiende quién está contando
la historia. Para Guille el narrador es el Boga, pero se nombra a él mismo en
tercera persona, como José Luis Chilavert o el Diego en los reportajes. Para el
señor Pol el narrador no es ninguno de los personajes. Sí coincidimos en que se
trata de un narrador omnisciente.
Pol y Nacho se unieron en una
idea directriz: “Hoy día, los seres humanos nos creemos los dueños de la naturaleza,
en Sudeste ocurre lo opuesto, el Boga se funde con la naturaleza”. Pol contó acerca
de un documental, donde los chinos pescan un tiburón enorme solamente para
cortarle la aleta. Luego lo dejan morir. Aparentemente comer aleta de tiburón es
socialmente distinguido. Esta escena ejemplifica la falta de respeto del hombre
moderno por la naturaleza.
A colación del tiburón
cruelmente asesinado, anclamos en el tema de la violencia. Encontramos en la naturaleza violencia. Dicho de otra
forma, hay eventos naturales que son violentos. Un terremoto que arrasa un
pueblo o un león que corre al bambi, lo caza y se lo come podrían servirnos de
ejemplo. A lo que Guille retrucó: “estamos de acuerdo, que el león coma un
bambi es violento, pero no acumula bambis para vender”.
Coincidimos todos en
que no hay nada más violento que el sistema capitalista, en el cual estamos sumergidos,
viviendo como podemos, metabolizando de alguna forma, con alguna enzima “seleccionada
darwinianamente”, la pobreza, la exclusión, la marginalidad, los asesinatos, la
meritocracia, el cinismo de los que nos gobiernan.
Y la distinción entre violencia
natural y cultural, derivó la barcaza de la charla hacia la pregunta de los
militantes de los años en que fue escrita Sudeste: ¿se justifica la violencia
para combatir la violencia? Se nombraron revoluciones pacíficas como la “Revolución
de los Claveles” de abril de 1974 en Portugal y la resistencia no violenta de
Gandhi para lograr la independencia India en 1947.
Levantamos campamento cuando la
aguja del reloj apuntó al 7 y el atardecer ya estaba instalado sobre el río
allí en el Tigre. Los hombres de ciudad vivimos pendientes del tiempo. Pero en
ocasiones, como en esta oportunidad, cuando la compañía es amena y la discusión interesante, nos
olvidamos de él y nos dejamos llevar, como si estuviésemos acostados en un bote
que es arrastrado por la corriente…
Kelo