En
una localidad del conurbano bonaerense, en una tarde de domingo del mes de noviembre de 2025, se abre una vez
más un espacio para la lectura, la
reunión y la crónica con amigos dispuestos a comentar otro libro que nos
convoca.
Ésta es la última
reunión del año, reunión de cierre que cuenta con la particularidad de estar a la espera del nacimiento de Isabela, aún en la panza de Rosi.
En estos tiempos tan difíciles, donde las condiciones socio políticas y económicas fabrican mucho lugar para el miedo, la desilusión y la desesperanza, este espacio de comunicación y confianza, de cariño, es una conexión viva, real, recíproca, fundamental para seguir creyendo y apostando.
“Creer, he allí la magia”, dice Raúl Scalabrini Ortiz en su ensayo
escrito en 1931, en medio de la desazón de la Década Infame.
Nos
habla del hombre que está frustrado,
el que perdió la ilusión,
el que está solo, -comenta Ana-,
y nos recuerda el período de la historia argentina entre 1930 y 1943 que
comenzó con el golpe contra Hipólito Yrigoyen.
Entonces, comienza el diálogo y le pedimos a Lili que nos lea la frase que había subrayado y dice:
¡Creer! He
allí toda la magia de la
vida. Atreverse a erigir en creencias
los sentimientos arraigados en cada uno, por mucho que contraríen la rutina de
creencias extintas, he allí todo el arte de la vida.
Magia y Arte se hacen sinónimos en la apertura de este ensayo que denomina con el nombre de "espíritu de la tierra" a ese hombre gigantesco, un arquetipo enorme que se nutrió y creció con el aporte inmigratorio.
Este ensayo indaga las modalidades del alma porteña del año 1930, con un estilo y dentro de un género que se hace liviano recién en las últimas páginas cuando da paso a un tono poético que Nacho subraya. Contagiados de su entusiasmo leemos en el último capítulo, cuyo título es Acentos de una soledad, una oración al hombre de Corrientes y Esmeralda.
“Has
vuelto sin llegar. Ignoro el camino en que te buscaron mis noches y la desesperada intensidad de luz que mis ojos disiparon. Pero sé que mi súplica no
amansará tu silencio ni descubrirá la soleada latitud en que resides.”
Entre todos fuimos armando el recuerdo del cambio de nombre de la calle
Canning, cuando el gobierno de Juan Perón la renombró Raúl Scalabrini Ortiz en
1974 en honor al periodista y escritor argentino, y luego en 1985, tras el
regreso de la democracia. El nombre había sido revertido en 1976 por la
dictadura militar que restauró el nombre original, dejando
en evidencia sus intereses anti nacionales.
Con el mate pasando
de mano en mano, siguen
los comentarios.
Perón
nacionalizó los trenes,
algo que le había sido pedido por Raúl
Scalabrini Ortiz, ingeniero
agrimensor de FORJA. Por detalles
como éste, Andrea comenta que
Scalabrini no formó parte del peronismo pero sí estuvo con Perón.
Destacando párrafos o referencias, fuimos a la siguiente comparación del ensayo.
El hombre porteño que es parte de una trama social más compleja y urbana, se diferencia para Raúl Scalabrini Ortiz, del argentino de las fronteras con Uruguay, Brasil, Paraguay, Chile, que experimenta ser un “indigente sembrador sin tierra”, un individuo aislado y en espera, aunque ambos sufren la misma amenaza, el peligro de la norteamericanización, su poderío podría reemplazar el de los británicos en cuanto a la dominación imperialista.
Otra comparación interesante, es la que aportó Eustaquio cuando trajo a Juan Muraña, de Borges. La leyenda del famoso cuchillero de Palermo, el malevo, figura mítica del arrabal porteño, conocido por su habilidad con el puñal, entra en contrapunto con el porteño que “no es pendenciero ni hombre de altercado, pero si se le agachan manotea”, es decir que tiene una actitud defensiva y aunque no busca peleas reacciona (manotea) ante cualquier provocación o agachada.
Y así, entre mates, pan de miel, chipá y mucho afecto, terminamos esta reunión que fue dejando hilvanes, apuntes para la crónica.
Este
libro que compendia los sentimientos que yo he soñado y proferido durante
muchos años en las redacciones, cafés y calles de Buenos Aires, fue vivido durante los treinta y tres años del autor y
escrito en un mes, septiembre de 1931, a instancias amistosas de don
Manuel Gleizer.



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