martes, 27 de septiembre de 2022

El instante que nos parió. Reflexiones que nos dejó El entenado de Saer.

     Ana María me parió en la década de los 80. Pepa parió primero a Nacho y luego a Rosi en la misma época. Nefasto Viola gobernaba, después vino nefasto Massera y finalmente Alfonsín y la democracia. A Ana María y Pepa las parieron cuando Hebe Uhart correteaba por las calles de Moreno y se ponía el guardapolvo blanco para ir a la escuela.

    A Jason lo parieron en Bogotá y a Paula en Perú, ni hablar de los festejos que hubo cuando parieron a Wagner en Río de Janeiro, le dedicaron un carnaval. Toda Latinoamérica pare alrededor de 5 millones de bebés por año.

    A Cristian lo parieron en Olivos, porque no siempre fue de San Martín y a Raquel la parieron mientras sonaba un tango, su madre pujó siguiendo un compás de 2 x 4.

    Nacho y yo (el negro Dani) contribuimos a que nuestras compañeras parieran a Valentina, Maxi y Vicente, en ese orden. Maxi y Vicente emergieron a la vida extrauterina con meses de diferencia, y por esa razón, ya rondando los 5 años de edad, jugaron tanto la noche del 20 de septiembre, el último día del invierno, fecha en la cual los 9 locos que nombré parieron este encuentro literario que se propuso entender "El entenado" de Juan José Saer, quien fue parido en Santa Fe, pero eligió vivir en París.

    A todos nosotros nos parieron en una fecha y lugar determinado y fuimos fruto de una mujer madre que nos alojó y luego nos dio un empujoncito para vivir la "primer gran angustia": el nacimiento -psicoanalistas abstenerse-. ¿Pero cuándo se nace realmente? ¿En el momento que atravesamos el canal de parto y asomamos la cabecita ensangrentada? ¿O cada uno de nosotros tenemos un momento fundamental esperandonos, que nos hace nacer? Esta es una de las tantas preguntas filosóficas que nos trajo aparejada la lectura de El entenado de Juan José.

    "Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años. Y yo, que vengo más que otros de la nada, a causa de mi orfandad, ya estaba advertido desde el principio contra esa apariencia de compañía que es la familia. Pero esa noche, mi soledad, ya grande, se volvió de golpe desmesurada, como si en ese pozo que se ahonda poco a poco, el fondo, brusco, hubiese cedido, dejándome caer en la negrura. Me acosté, desconsolado, en el suelo, y me puse a llorar. Ahora que estoy escribiendo, que el rasguido de mi pluma y los crujidos de mi silla son los únicos ruidos que suenan, nítidos, en la noche, que mi respiración inaudible y tranquila sostiene mi vida, que puedo ver mi mano, la mano ajada de un viejo, deslizándose de izquierda a derecha y dejando un reguero negro a la luz de la lámpara, me doy cuenta de que, recuerdo de un acontecimiento verdadero o imagen instantánea, sin pasado ni porvenir, forjada frescamente por un delirio apacible, esa criatura que llora en un mundo desconocido asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento. No se sabe nunca cuándo se nace: el parto es una simple convención. Muchos mueren sin haber nacido; otros nacen apenas, otros mal, como abortados. Algunos, por nacimientos sucesivos, van pasando de vida en vida, y si la muerte no viniese a interrumpirlos, serían capaces de agotar el ramillete de mundos posibles a fuerza de nacer una y otra vez, como si poseyesen una reserva inagotable de inocencia y de abandono. Entenado y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale, ensangrentado y atónito, de esa noche oscura que es el vientre de su madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar. Del otro lado de los árboles me fue llegando, constante, el rumor de las voces rápidas y chillonas y el olor matricial de ese río desmesurado, hasta que por fin me quedé dormido".

    Orgías, antropofagia y borracheras hasta perder la conciencia nos interpelan. ¿A dónde está la ley? ¿Dónde la cultura? ¿Hay cultura en la tribu que captura al entenado y se devora al resto de la tripulación en un asado populoso, como el nuestro de los domingos en familia? La respuesta es afirmativa creo yo, pero se trata de una cultura diferente a la occidental, más bien cíclica, que se deja llevar por las estaciones.

    En dicha cultura está permitido solo una vez al año sumergirse en un banquete de carne humana, beber brebajes psicoactivos y tener sexo descontroladamente, sin saber con quien, por el solo hecho de sentir placer, o goce, o como descarga. El resto del año los indios son serios, parcos, aplicados, no se permiten la alegría, hacen lo que tienen que hacer. 

    Es como "el permitido" en nuestro mundo occidental. Como ejemplo basta nombrar a las personas unidas en matrimonio hace muchos años y que se permiten "una cañita al aire" de vez en cuando; o las que están en tratamiento por sobrepeso y se dan permiso para comer un alfajor por semana.

    Pero al entenado no se lo comieron, lo dejaron vivir con ellos. ¿Por qué fue elegido? ¿Qué vieron en él? El entenado es un huérfano absoluto, que ni siquiera tiene nombre. Según nuestra compañera Raquel, la tradición te hace no ser huérfano. Y el entenado no sabía de dónde venía, quiénes habían sido sus padres, no conocía su historia, tampoco tenía familia. Convivía con los habitantes del puerto y allí se ganaba la vida como podía.

    Lo capturaron y lo dejaron vivir, como a tantos otros, para luego ser devuelto a su lugar y de esa manera trascender, ese era el deseo de la tribu, perdurar a través de las narraciones e historias de ese ser distinto, de otro lugar y cultura, que había compartido con ellos la vida por un rato. Def - ghi significaba varias cosas, pero sobretodo quería decir "no te olvides de mi". 

El trágico final de Juan Díaz de Solís en le Mar Dulce: ¿lo comieron los charrúas?

    Y para el entenado, esa experiencia de diez años con los indios, fue fundacional. Lo constituyó como persona, a él que venía de la nada, fue como un nacimiento. Ser expulsado de ese mundo, su mundo, lo dejó desamparado y lo hundió en una profunda depresión, de la cual fue rescatado por el padre Quesada y el aprendizaje de la lectura y la escritura, adonde encontró refugio. 

    "Diez años están hecho de mucho días, horas y minutos. De muchas muertes y nacimientos también. Lo que cuando toqué la playa en el primer anochecer me era extraño, con el tiempo continuo que nos modela y nos cambia fue haciéndose familiar. Si para cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en un punto preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la nada, su realidad es mucho más problemática. Ninguna vida humana es más larga que los últimos segundos de lucidez que preceden a la muerte. Veinte, treinta, sesenta, diez mil años de pasado tienen la misma extensión y la misma realidad. Del incendio más colosal no queda más verdad que la ceniza. Pero hay también, en toda vida, un período decisivo, que sin duda también es pura ilusión, pero que sin embargo nos moldea, definitivo. Es una ilusión un poco más espesa que el resto, que se nos prodiga para que, cuando la proferimos, podamos de un modo u otro representarnos la palabra vida. Yo era arcilla blanda cuando toqué esas costas de delirio, y piedra inmutable cuando las dejé, aun cuando mi permanencia en ellas haya sido, teniendo en cuenta la edad a la que estoy llegando, relativamente corta, y aun cuando, en los años que siguieron, haya vivido, en apariencia, tantas cosas que otros llamarían importantes y variadas".

    Es en este párrafo precisamente en el que el narrador, el entenado, nos habla de aquel momento trascendental que todos los humanos, o la mayoría de nosotros, vivimos o viviremos y es como un nacimiento o un renacer, y que sin ninguna duda recordaremos antes de morir.

    Así le pasó a Tadeo Isidoro Cruz, de acuerdo a lo que nos relata Borges:

    "Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo. Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siembre quién es". 

    Al entenado lo devolvieron a una civilización a la cual no quería regresar, y a nosotros, los 9 locos, el reloj, Cronos que nos carcome, nos expulsó de esa hermosa noche estrellada de martes, la última del invierno, para devolvernos a la cotidianeidad del "irse a dormir para despertarse temprano con la obligación de trabajar". 

El negro Dani